MENDEZ
Los
garitos de juego, sobre todo hacia
la década de 1920, destilaban riqueza. Las fortunas de la ciudad se dejaban
allí el dinero, ya que no podían dejarse la honra, y cuando la poli
hacía una razzia, todo aquel señorío se ocultaba bajo los tapetes de las
mesas. Por el borde de esos tapetes brotaban manos bancarias, cada una con un
billetito. Hecha la recolecta, la poli se iba y la vida seguía su curso.
(...)
Por
supuesto, había también una comisaría de
policía, o cuartel de las fuerzas represivas y viles. La comisaría era tan
lóbrega que creo que los policías no entraban por temor a que les robasen en la
escalera. Contaba con un balcón que daba a la calle; allí el inspector Méndez
tenía su centro de investigaciones. Desde tan alta tribuna lo vigilaba todo, y
aunque no se sabe que descubriera grandes crímenes, estaba al día de todos los
cuernos del barrio. Hoy, la comisaría ha sido sustituida por un edificio
aséptico y funcional, donde a Méndez no le gusta entrar porque dice que tiene
hasta bidés de diseño.
Francisco González Ledesma, La calle que no dormía nunca
«La
avenida tan grande con sus tiendas tan pequeñas, los estancos para
gente pobre donde sólo se expendió un Montecristo una vez, los quioscos
tronados que parecen hechos para vender no el periódico de hoy, sino el
de ayer, las corseterías para mujeres antiguas casadas a perpetuidad y
las perfumerías para niñas modernas casadas a prueba. Todo eso es el
Paralelo para Méndez (que, por descontado, ama a las mujeres antiguas y
su capacidad para quedar bien encofradas en un body silk), todo eso y
las sombras del Cómico, de las señoritas de ocasión, de los centros
libertarios clausurados, de los grandes cafés extinguidos. Si alguna vez
se escribía a mano la historia del Paralelo, Méndez quería firmar,
quería poner simplemente la palabra “adiós”».
La dama de Cachemira
«Se separaron ante la puerta del Studio 54, que antaño fue el Cine Español, lugar de películas de reestreno y centro cultural donde las mujeres acostumbradas a la repasada rápida aprendieron lo que es una repasada lenta. Luego el Cine Español fue el Teatro Español, el imperio de Franz Joham y sus Vieneses, el lugar favorito de una burguesía que, después de las privaciones de la posguerra, aprendía a conocer los mejores restaurantes y las mejores entrepiernas de Barcelona. Méndez, que ya entonces frecuentaba el barrio, sabía que en aquellos años el Paralelo seguía siendo, sin embargo, la tierra del hambre. El Español había pasado por diversos avatares, todos ellos de taquilla floja y acomodador que busca empleo en otro sitio, hasta que se transformó en discoteca, en grito, en contorsión, en porro y en nena que espera quedar embarazada no por un hombre, sino por un long play. Demasiada competencia, y encima desleal, pensaba Méndez. De no ser por los long play, él aún sería el terror de la zona».
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La dama de Cachemira
«Se separaron ante la puerta del Studio 54, que antaño fue el Cine Español, lugar de películas de reestreno y centro cultural donde las mujeres acostumbradas a la repasada rápida aprendieron lo que es una repasada lenta. Luego el Cine Español fue el Teatro Español, el imperio de Franz Joham y sus Vieneses, el lugar favorito de una burguesía que, después de las privaciones de la posguerra, aprendía a conocer los mejores restaurantes y las mejores entrepiernas de Barcelona. Méndez, que ya entonces frecuentaba el barrio, sabía que en aquellos años el Paralelo seguía siendo, sin embargo, la tierra del hambre. El Español había pasado por diversos avatares, todos ellos de taquilla floja y acomodador que busca empleo en otro sitio, hasta que se transformó en discoteca, en grito, en contorsión, en porro y en nena que espera quedar embarazada no por un hombre, sino por un long play. Demasiada competencia, y encima desleal, pensaba Méndez. De no ser por los long play, él aún sería el terror de la zona».
«No era fácil encontrar un taxi en la calle Nueva a
aquellas horas, cuando ya habían cerrado los bares, los cabarets y hasta las
dos o tres salas porno donde el mismo tío bostezaba al tener que cepillarse
cada noche a la misma tía y delante del mismo público, compuesto por turistas
extremeños, recién casados de Calatayud, viajantes de Valencia y sociólogos de
Sabadell. La calle nueva era un desierto, y en los recién estrenados edificios
municipales, que habían sustituido a las viejas cuevas del orinal y la
palangana, no se distinguía la luz. Una puta derrotada dormitaba en un portal,
esperando no ya algún cliente, sino algún sueño póstumo».
Historia de Dios en una esquina
«Salió a la calle Nueva, la histórica Conde del Asalto
donde habían soñado tantas bailarinas que se vendieron por su nombre en un
cartel, tantos anarquistas que se vendieron por su nombre en la pequeña
historia y tantas mujeres que se vendieron por una moneda en su boca».
La dama de Cachemira
«La calle Nueva de la Rambla había sido inventada por
segunda vez. El primer invento lo hizo, según se dice, un capitoste llamado
Conde del Asalto, amante del orden, la paz pública y se supone que de las
mujeres llenitas, porque las delgadas pertenecían entonces a las clases
revolucionarias. El invento consistió en una calle recta y lo bastante ancha
para que por ella pudiese cargar un escuadrón de caballería y, sable en mano,
darles lo suyo a los obreros en huelga, los anarquistas que no creían en Dios
(y además lo decían), las mujeres de los revolucionarios (que no tenían ni
seguro de viudedad, las muy burras) y las putas que no podían trabajar porque
aquella semana tenían la regla».
Méndez
«Pero las ciudades y las calles necesitan ser
inventadas, pensaba Méndez, y no las inventan ni los urbanistas ni los
coroneles de caballería: las inventan los seres más o menos desamparados que
viven en ellas. Y así la calle Conde del Asalto –ahora calle Nueva de la
Rambla- la inventaron con su hambre los jornaleros de las fábricas del Raval,
con sus trampas los dueños de las timbas, con su coño las putas de las
cercanías y con su esperanza los poetas y las niñas de las academias de baile».
Méndez
«Ya
no es lo que era: han abierto una avenida, se han inaugurado tiendas de
productos desnatados, se han ido las madames y han venido los
dentistas. Ya ni siquiera lo llaman Barrio chino. Y es que el país ha
perdido la seriedad, amigo Méndez. Las viejas rameras que le contaban a
usted su vida han muerto , han vuelto a sus pueblos, se han casado en el
ayuntamiento con una compañera de profesión o son diputadas del
Congreso. El mundo cambia, Méndez, y usted debería dejar de creer en
cosas en las que ya no cree nadie».
Una novela de barrio
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